La lucha por las semillas

Foto: Gabriela Calderón

Artículo escrito por Anacristina Rossi, costarricense, novelista, ensayista y profesora universitaria, basándose en el capítulo 3 del libro El gran robo del clima (GRAIN, 2016) y en el libro de Steve Drucker Altered Genes, Twisted Truth (Clear River Press, Salt Lake City 2015)

Las semillas son un pilar irremplazable de la producción de alimentos. Desde hace milenios los pueblos han guardado e intercambiado semillas. Así se han creado cientos de cultivos que por este intercambio se han ido adaptando a otros climas y topografías. Gracias a ello hemos tenido una dieta variada y las comunidades han tenido autonomía alimentaria. Sin embargo, desde la Revolución Verde las grandes empresas han arremetido contra esa autonomía, y como no les ha funcionado tan bien como hubiesen querido ahora tratan de tomar el control alimentario con medidas legales a escala mundial. La base de estas leyes fue el acuerdo UPOV y ahora UPOV91, que permite apropiarse de la vida mediante patentes o derechos de obtentor. Al día de hoy y gracias a UPOV91 se pueden patentar microorganismos, genes, células, plantas, semillas y animales.

Las comunidades han luchado contra UPOV91, pero este acuerdo ha terminado imponiéndose en muchísimas partes gracias a los Tratados de Libre Comercio.

En estos momentos haber aprobado UPOV91 es gravísimo porque ya no estamos hablando de semillas “híbridas” o “mejoradas” sino de semillas transgénicas, que doquiera que se siembren van colonizando todo a su alrededor. Y no es solamente el problema de que las compañías dueñas de dichas semillas obligan a los agricultores, contaminados contra su voluntad, a pagar enormes sumas. Es también que, como lo han demostrado científicos como Seralini, los alimentos transgénicos nos enferman.

Me detendré en este asunto de la fabricación de los alimentos transgénicos porque las compañías que los fabrican están logrando imponerlos a través de la FAO y su “agricultura climáticamente inteligente”.

Lo cierto es que en los últimos 20 años los transgénicos no han cumplido sus promesas de: a) producir más para alimentar al mundo: en efecto, está comprobado que la agricultura convencional es mucho más eficiente que la agricultura de transgénicos; b) eliminar los agroquímicos: más bien ha sido todo lo contrario, como lo atestiguan los “pueblos fumigados” en la Argentina, víctimas del glifosato para la soya transgénica; c) la promesa de poder coexistir con otros cultivos: en efecto, lo que se ha observado por ejemplo en los EEUU y la India es que los cultivos transgénicos invaden y colonizan su entorno; d) la promesa de que son inocuos para el ambiente y la salud.

Por eso me parece importante analizar, así sea en la forma breve y esquemática que permite un artículo, y utilizando la información del libro de Steve Drucker : Altered Genes, Twisted Truth (Clear River Press, Salt Lake City, 2015), cómo es que se produce un transgénico.

Como todos los científicos lo saben, las leyes biológicas defienden a los organismos vivientes de las invasiones de otros organismos. Por eso para introducir genes foráneos hay que hacerlo utilizando patógenos, que son los que tienen la capacidad de invadir con éxito los organismos vivientes. Estos patógenos son bacterias y virus. Por eso para fabricar transgénicos se utilizan patógenos.

Las bacterias se transfieren genes entre ellas utilizando plásmidos. Los plásmidos son moléculas circulares de ADN que no son parte del cromosoma. Entonces los fabricantes de transgénicos proceden así: primero usan enzimas bacterianas para cortar, de esa mezcla de hebras que es el ADN, el gen foráneo que quieren empalmar en una planta o animal pero que primero deben introducir en una bacteria. Una vez el gen aislado, se corta el plásmido y allí se introduce el gen cortado y aislado. Sin embargo, la bacteria no es tonta, sabe que al recibir ese plásmido está recibiendo un gen foráneo y se resiste, no lo acepta. Entonces hay que debilitarla con electrochoque o con choque térmico. Pero como solo una pequeña cantidad de las bacterias, aun debilitadas, aceptará los plásmidos, pues hay que marcarlos, introduciendo un gen que confiere resistencia a un antibiótico. La prueba para saber cuáles bacterias han aceptado el plásmido con los genes foráneo será entonces la siguiente: se inunda a las bacterias con el antibiótico y las que no se mueren es porque sí aceptaron el plásmido.

Como si esto no fuera suficientemente violento para la biología de los organismos vivos, hay que resolver otros problemas. El primero es que en los genes de plantas y animales hay regiones que no se expresan. Esas regiones se llaman intrones. Los intrones impiden que los genes insertados en la bacteria mediante el plásmido se expresen. Entonces hay que quitar esos intrones, para que el gen insertado se pueda expresar en la bacteria. También hay que quitar aquellos codones (series de 3 bases: adenina, timina, citosina o guanina) que a la bacteria no le gustan. ¿Se dan cuenta de la cantidad de modificaciones que hay que hacerle a una bacteria para que acepte un gen foráneo? Y son modificaciones que la biología de los organismos vivos rechaza a muerte.

Pero apenas estamos empezando. Resulta que además en los genes de plantas y animales hay promotores, que son los que encienden y apagan la expresión de una proteína para proteger el organismo. Y es que cuando un gen foráneo se inserta en una especie, los promotores inactivan ese gen foráneo. Entonces, para poder insertar un gen, hay que quitar el promotor natural e insertar un promotor patógeno. Generalmente se trata del promotor viral 35S, que enloquece a la bacteria y la pone a replicarse sin parar.

Así vemos que lo que se inserta en una planta no es “un gen”, sino una bacteria con un “casette” (así lo llaman los científicos) que tiene el gen que se quiere insertar pero también otro resistente a antibióticos; además el gen que se quiere insertar va sin intrones, con un terminador de secuencia que no es el suyo, sin los codones que a la bacteria le disgustan y con un promotor viral que enloquece a la bacteria en cuestión. Y todo esto va metido en un plásmido que fue abierto con una enzima y luego cerrado a la fuerza con ligasa para que la herida sane.

¿Se dan cuenta entonces de que crear un alimento transgénico no es solamente un asunto de insertarle a un cultivo un gen sino de insertarle una bacteria con un “casette” que las leyes biológicas rechazan violentamente?

Y a pesar de todos esos esfuerzos, el maíz y la soya (los dos cultivos transgénicos actualmente más abundantes) no se dejaban transgenizar.

El caso de la soya es muy curioso. Si bien los fabricantes de transgénicos lograban infectar con la bacteria y su “casette” algunas de sus células, era imposible distinguir las células infectadas de las no infectadas pues cuando se introducía el antibiótico que debía distinguirlas, todas las células morían en lo que se llamó un “colapso colaborativo”.

El maíz presentó una resistencia todavía más fuerte a la introducción de genes foráneos. Entonces los fabricantes de transgénicos recurrieron a lo siguiente: dispararle al maíz con una pistola de genes (en realidad es una pistola de bacterias con el “casette”). Muchísimas células eran destruidas pero el gen foráneo lograba entrar en el genoma de una pequeña parte de las células sobrevivientes (“una sobreviviente por un millón de muertas”, dijo un científico de Monsanto según Drucker (p. 111 Altered Genes, Twisted Truths)). Más adelante las balas fueron remplazadas por una ráfaga de aire.

Luego de tan rotundo “éxito” (mis comillas) con el maíz, los científicos siguieron con la soya. Encontraron un tipo de célula de soya menos susceptible al “colapso colaborativo” y utilizando las ráfagas de aire lograron crear la soya transgénica.

Ahora, estimados lectores, ¿se dan cuenta de la violencia que hay que hacerle a las leyes biológicas para crear cultivos transgénicos? ¿Cómo no nos vamos a enfermar comiendo esa violencia?

Y como dijimos al principio, la puerta que los países le abrieron a esa violencia se llama UPOV91 a través de los Tratados de Libre Comercio.

Contra eso está luchando México en los tribunales. México y Centroamérica, tierras de cientos de variedades de maíz que se podrán ver arrasadas por el maíz transgénico.

Que México gane en los tribunales es nuestra esperanza. Y hay otra esperanza: la “Declaración de Ivapuruvu 2013” en Paraguay, donde las comunidades indígenas y campesinas acordaron seguir oponiéndose a UPOV91 y a la prohibición de conservar e intercambiar semillas. Dice: “Las semillas no pueden ser libres en abstracto: sólo circulan si los pueblos son libres para cuidarlas”.

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