Guido Barrientos Matamoros (*)
Si quisiéramos comprender, de forma sencilla, qué pasa con la productividad agropecuaria en la actualidad, hay que comenzar por el monocultivo, que es la forma de producción dominante en Costa Rica, y que tiene un efecto directo en reducir la biodiversidad, porque lo que importa es sacar el mayor provecho de la tierra con un solo cultivo.
Esta lógica nos la han impuesto las casas comerciales de agroquímicos, e incluso las mismas instituciones gubernamentales, cuando nos convencen de que lo que interesa es el “rendimiento”, o sea, sáquele plata a su tierra y luego vaya a comprar a la pulpería las cosas que necesita su familia.
Esto lo hacen olvidando que la agricultura es una forma de vivir a través de la relación con la naturaleza, para producir alimento sano, agua y aire limpio, para el autoconsumo familiar y la venta, garantizando la soberanía alimenticia de población. Pero, además, implica conservar las costumbres y conocimientos que se han acumulado por mucho tiempo, y que caracterizan la forma particular en que un grupo social se relaciona con los recursos naturales que tiene a su alcance.
El monocultivo rompe con la forma en que la naturaleza hace las cosas, pues en un bosque nunca vamos a encontrar un solo árbol, sino una gran variedad de plantas y animales. Algunas consecuencias del monocultivo son: la sobre explotación de los recursos naturales y la reducción de la fertilidad del suelo. Esto obliga a inyectar grandes cantidades de insumos agropecuarios y de energía externa al sistema productivo, lo que encarece la producción y hace dependiente al campesino de lo que le vendan, y lo obliga a pagar el precio que le cobren.
Los sistemas productivos basados en el monocultivo también tienen una menor capacidad para defenderse ante la actual variabilidad climática, que hace que los fenómenos naturales de sequía o lluvia sean, en algunos momentos, muy intensos. Esto genera un fuerte impacto en la producción agropecuaria por las alteraciones en las precipitaciones, que modifican las fechas de siembra y de cosecha, y también aumenta la temperatura, lo cual favorece la propagación de plagas y de enfermedades en los cultivos. El agrosistema en monocultivo no tiene las condiciones para soportar o adaptarse a estas nuevas condiciones climáticas.
A esta debilidad ecológica en los monocultivos se suman, en muchos casos, condiciones desfavorables para las familias que viven en zonas rurales, como la pobreza, la desigualdad, la vulnerabilidad a desastres naturales, el deterioro ambiental y la desinformación, todo lo cual reduce sus posibilidades de adaptación a nuevas condiciones. Además, si el agrosistema familiar no logra mantener la producción, se compromete la alimentación de la familia y de la comunidad rural.
¿Cuál es la alternativa? Comprender cómo funciona la naturaleza, trabajar con ella y no en su contra. Este es el principio de la permacultura y la base de la agroecología. Su componente principal es que los agrosistemas deben ser lo más diversos posibles (biodiversidad), en cuanto a ecosistemas, especies y poblaciones de plantas y animales presentes. Todo esto tiene como fin diversificar la producción, tener numerosos elementos que satisfagan las necesidades básicas a la familia, resistir los embates de los fuertes cambios en el comportamiento del clima y de esta forma garantizar la alimentación a la población rural que vive de la tierra y provee de alimentos a la gente en las ciudades.
La agroecología se enfoca en la necesidad de aprender a convivir con agrosistemas cambiantes, más que en “controlarlos”. Para lograr esto debemos comprender que los seres humanos somos parte de la intrincada red de relaciones presentes en la naturaleza y que tenemos la capacidad para mantener los ecosistemas saludables y, en particular, los agroecosistemas donde producimos los alimentos. La clave es incrementar la biodiversidad y hacer que las fuerzas de la naturaleza trabajen con nosotros. Para ello es indispensable sacar el monocultivo de nuestras cabezas.
(*) Biólogo, agroecólogo y permacultor.